viernes, marzo 12, 2010

PASEO POR LA HABANA

Entonces decidimos irnos solas a la Habana vieja. Llamamos a un taxi y partimos, el viaje se me hizo muy largo, es que realmente estábamos lejos.

Empezamos en la zona de la catedral y nos fuimos moviendo hacia Centro Habana, yo iba nerviosa, como una niña que hace una travesura y la pueden sorprender. Mirábamos todo, la gente, los autos, los edificios....

Caminamos muchas cuadras a la deriva, por calles estrechas llenas de niños jugando béisbol con improvisados bates. De pronto empecé a sentirme mal, venía, yo sabía que venía, lo podía sentir desde lo más profundo de mi ser, era una sensación de tensión en todos mis músculos, se comenzaron a poner rígidos y mis piernas no respondían, principalmente la derecha.

Se nos ocurre tomar esos carritos para dos pasajeros , que son bicicletas y que los cubanos tienen prohibido subir a turistas. Wilma, le pide al joven que nos lleve a la zona de la catedral, que es donde están estacionados los taxi para turistas. Recorrimos unas cuantas cuadras en el carrito del negro, él que no dejaba de decirnos que estaba prohibido y que si lo pillaba la poli, le multarían,.... En eso, el joven se percata que hay un policía más o menos a una cuadra, se detiene y se puso pálido y nos dice que no pude seguir y nos echa del carrito. ¡¡bájense, bájense!!. ....¡¡la poli está en la esquina, bájense!! Y yo no podía bajarme por las diskinesia. Habíamos pactado un precio de 2 CUC por el trayecto. Todos estábamos nerviosos, Wilma, intentando pagarle (no tenía la cantidad exacta), yo buscando dinero en mi bolso y la gente que nos rodeaban nos presionaba a apurarnos para que el joven escapara. A esas alturas se me había desatado la diskinesia y se me hacía muy difícil caminar. Atravesamos la plaza con dificultad, la gente nos miraba con mucha atención . De pronto se acerca un joven moreno y me ayuda atravesar la calle. Ya teníamos la atención de todas las personas. Y yo cada vez más nerviosa por lo tanto sin poder caminar. Tenía todo el lado derecho del cuerpo paralizado y con el movimiento tenso típico de la diskinesia.

En eso que nos detenemos para tranquilizarme, se acercan dos hombres que sin preguntarme me toman uno de cada lado y yo cual Jesucristo, tiesa como palo, soy transportada hacia un centro de salud , que para suerte mía, había allí muy cerca. sin soltar la mano de Wilma, que corría detrás de mi.

Entramos a la sala de espera, y de ahí al box de atención donde se encontraban unos médicos y enfermeras en una aparente reunión. Al irrumpir con escándalo, ellos se levantan y se imaginan que es un ataque de epilepsia. Wilma rápidamente les explica que era parkinson y que era una diskinesia. Me preguntan por los medicamentos .Uno de las personas que estaban en la sala, un médico, al parecer, que ante la situación comienza a buscar frenéticamente en un pequeño librito y cuando encuentra lo que estaba buscando, dijo levantando el dedo índice: “Parkinsonil” y nosotros al unísono le dijimos que no, ante lo cual se sintió avergonzado y se calló inmediatamente....

Allí estuve, acostada en una camilla, mientras Wilma explicaba a la joven doctora en que consistía la enfermedad y el tratamiento, a la vez que me hacía mis ejercicios para relajarme, mientras llegaba un taxi, que nos habían solicitado.

Fue una experiencia loca, terminar en un policlínico cubano, con la mirada atenta de todos los parroquianos que no podían entender qué le pasaba a este par de turistas un poco extrañas.

EL PREMIO

Cuando la trajeron a la casa , me impresionó mucho. Era grande y rosada y mi mamá tenía la misión de lavarla, aderezarla y cocerla. Era el primer premio de una rifa que hacían los vecinos del barrio. Era una tremenda cabeza de chancho o, al menos, a mi me lo parecía.

No me perdí de nada, durante todo el proceso estuve atenta, mi mamá hizo una fogata en el patio y en un gran tarro la cocinó. Después, le retiró los pelos y la puso en una bandeja, en donde, adornada con hojas de lechuga y zanahorias en las orejas, se quedó. A esa altura ya me había familiarizado con la cabeza y ya no me parecía tan fea, lo que sí me parecía raro era qué podría hacer con ese premio, la persona que se lo ganara. Mi mamá me explicó que se comía, pero esa explicación me pareció peor, porque no me imaginaba como alguien podría comerse las orejas, la nariz o cualquier parte de la cabeza.

Cuando llegó el momento del sorteo, la casa estaba llena de gente, pero aún así no la perdí de vista y si la miraba bien, hasta agradable me parecía. Empezaron a cantar los números sorteados, los dos primeros al agua y el tercero era el premiado. Entonces, escuché mi nombre y no lo podía creer, ¡ era yo quien me la había ganado¡, la cabeza era mía, o al menos eso entendí yo, que tenía ganas de llevármela a mi pieza. De pronto alguien dijo “a comerla” y todos estuvieron de acuerdo, menos yo, pero nadie me preguntó, a los nueve años eso era lo normal.

De la cabeza no quedó nada, sólo el recuerdo del primer y último premio que he ganado en mi vida.